A treinta y dos mil pies de distancia, visto desde tierra, un avión es apenas un punto diminuto en movimiento seguido de cerca por una línea, una estela de vapor de agua cristalizado. Si una frase puede ser considerada una línea que el punto termina y separa de otras, entonces el rastro de un avión en vuelo sería una escritura celeste, insignificante y fugaz en una página que insiste en su blancura.
En la lejanía, apenas una minúscula aguja de punta acerada atravesando el espacio como un velo de Maya tratando quizá de desgarrarlo o al menos, sino de develar misterios, sí de unir los extremos, lo distante con lo próximo, lo familiar con lo desconocido, como si la extrañeza fuera exclusiva de un origen marciano y no pudiera llegar de aquello que alcanzan a palpar las yemas de nuestros dedos.
Un avión en pleno vuelo es una interrogación lanzada a Dios. La trayectoria que describe, con los sucesivos despegues y aterrizajes, una línea discontinua que alcanza momentos culminantes cercanos a un desafio babélico. La altura que llega a tomar acerca al hombre a lo divino, sustituye su comprensión falible por la mirada que percibe el concierto universal. Pero a los rebeldes y orgullosos que tratan de alcanzar el lugar de Dios, Él los divide y enfrenta a la manera del Maligno. Para que no se entiendan los unos con los otros, confunde sus voces porque el conocimiento viene dado por la palabra y les dispersa por la faz del mundo. O quizá sea que la confusión llega cuando recorrida en todos sus peldaños la escalera de caracol hacia el cielo de esa torre babélica uno descubre el vacío central.
Un avión en las alturas: El fuselaje cilindrico sustentado por dos alas en planta de flecha, propulsado por un motor turbohélice, desplazándose por el espacio aéreo a velocidad subsónica. Del otro lado de las ventanillas, al menos un centenar de pasajeros ordenadamente dispuestos en una cabina situada por encima de las bodegas de mercancías en la que, bien amarradas, se encuentran sus pertenencias. Uno de ellos: La mirada contemplativa en un apartado del mundo que pareciera, a su merced, el inofensivo juego de sus manos que como las de un crío levantaran montañas como carpitas y espolvorearan verdes y azules a su capricho. En la cabina presurizada sólo se escucha un tenue hilo musical, quizá la Heroica, y alguno podría pensar en la música de las esferas celestes, en la fuente celeste y primera a la que se une en dulcísima armonía.
En la lejanía, apenas una minúscula aguja de punta acerada atravesando el espacio como un velo de Maya tratando quizá de desgarrarlo o al menos, sino de develar misterios, sí de unir los extremos, lo distante con lo próximo, lo familiar con lo desconocido, como si la extrañeza fuera exclusiva de un origen marciano y no pudiera llegar de aquello que alcanzan a palpar las yemas de nuestros dedos.
Un avión en pleno vuelo es una interrogación lanzada a Dios. La trayectoria que describe, con los sucesivos despegues y aterrizajes, una línea discontinua que alcanza momentos culminantes cercanos a un desafio babélico. La altura que llega a tomar acerca al hombre a lo divino, sustituye su comprensión falible por la mirada que percibe el concierto universal. Pero a los rebeldes y orgullosos que tratan de alcanzar el lugar de Dios, Él los divide y enfrenta a la manera del Maligno. Para que no se entiendan los unos con los otros, confunde sus voces porque el conocimiento viene dado por la palabra y les dispersa por la faz del mundo. O quizá sea que la confusión llega cuando recorrida en todos sus peldaños la escalera de caracol hacia el cielo de esa torre babélica uno descubre el vacío central.
Un avión en las alturas: El fuselaje cilindrico sustentado por dos alas en planta de flecha, propulsado por un motor turbohélice, desplazándose por el espacio aéreo a velocidad subsónica. Del otro lado de las ventanillas, al menos un centenar de pasajeros ordenadamente dispuestos en una cabina situada por encima de las bodegas de mercancías en la que, bien amarradas, se encuentran sus pertenencias. Uno de ellos: La mirada contemplativa en un apartado del mundo que pareciera, a su merced, el inofensivo juego de sus manos que como las de un crío levantaran montañas como carpitas y espolvorearan verdes y azules a su capricho. En la cabina presurizada sólo se escucha un tenue hilo musical, quizá la Heroica, y alguno podría pensar en la música de las esferas celestes, en la fuente celeste y primera a la que se une en dulcísima armonía.